¿Tenemos que celebrar? ¿Qué? Entender
la libertad como una posibilidad y no como un patrimonio ansioso de conquistas
nos permite acceder a una mirada más esencial de nuestro arte. Esta “posibilidad”
es una puerta que puede abrirse o cerrarse, según las llaves que uno tenga del (des)
aprendizaje cotidiano. Flujo que nos acerca a una realidad permeable y jamás
estática. Esa es la tarea del creador que construye geografías sobre
territorios conquistados por la tradición y la inapetencia. Marcas visibles de
naciones precarias. Marca Perú. Marca Espacio… Libre. ¿Espacio Libre? ¿Será
posible que los años hayan borrado algunas fronteras o alguna limitante de
nuestro pensamiento originario? ¿Será posible que de algo nos hayamos
desacostumbrado para sorprendernos un poco más del otro?
Definitivamente algo ha cambiado.
Poco o mucho. No importa. Algo ha cambiado y eso basta. Nuestra idea de
libertad es otra. Nuestro espacio es más amplio y menos puta. Menos carroñero.
Menos. Aunque parezca una suma –por aquello a que suenan trece años- la realidad es una resta. Una depuración como nos gusta
decir. A estas alturas los años importan cada vez menos. Los montajes como
productos definitivos salieron de carrera. Las fórmulas ya no nos interesan. La
respuesta mediática es una pieza de museo en cajas de cartón. Los nombres se
diluyen en el tiempo. Los roles. El dinero. Incluso el aplauso. Casi todo ha
perdido un lugar hegemónico, prioritario, funcional, trascendente. Y así,
podríamos seguir restando hasta quedarnos sin zapatos. Absolutamente desnudos
para empezar de nuevo.
Así queremos (no) celebrarnos
trece años después. Entre el vaivén de las preguntas, entre encuentros y
desencuentros vemos aparecer nuevas geografías, nuevos cuerpos, nuevos retos
colectivos. Todo parece celebrar la libertad. ¡Cuidado! No esa a la que tanta
reverencia se le confiere. Una libertad más bien cercana a la de un perro de la
calle recién adoptado por una familia pobre. Pobre pero honrada como dicen las
personas con aire resignado. Eso somos ahora. Un espacio más libre sin
territorio visible. Atrincherados en un barrio donde ninguna estatua se limpia
porque habría que mostrar un rostro que –debajo de su propia mugre- más parece
un leproso. Barranco se llama. Y, como su nombre lo dice, siempre se camina en
el borde de algún acantilado. Lo sospechoso es que nadie piense en el suicidio
o en darle un ayudadita a tanta burocracia inútil. Claro, como esta es una
ciudad de gallinazos, lo más probable, es que al ser lanzados al vacío,
levanten vuelo hacia el campanario redentor de alguna iglesia. ¿Tenemos que
celebrar? ¿Qué?
Un susurro enfático nos llega de
Paulo Freire: “Más temprano de lo que muchos piensan, los hombres y mujeres del
mundo, van a reinventar maneras nuevas de pelear…” ¡Trece años aún es muy poco!
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